“Un político no puede ser un hombre frío. Su primera obligación es no convertirse en un autómata. Tiene que recordar que cada una de sus decisiones afecta a seres humanos. A unos beneficia y a otros perjudica. Y debe recordar siempre a los perjudicados...”. Esa frase de Adolfo Suárez representa la cruz que debe (debería) cargar todo político. Ser consciente que siempre falta algo, que siempre hay un paso más para dar. Y refleja también, la presencia del alma que tiene que tener quien elige el servicio público: la vocación. La política es una actividad que siempre ha estado expuesta a la crítica.
Washington Beltrán escribía allá por el 7 de octubre de 1982, en su artículo “La política y los políticos”: “no debe haber actividad que más zahiera la crítica que la del político. En los más diversos países, a través del juicio cáustico, del adjetivo peyorativo, del chiste punzante, de la agresión de la caricatura, se lo llega a exhibir como el compendio de las pequeñeces humanas. (…) Pero ese cuadro de miserias no se circunscribe al área política (…) ¿Y esto da derecho para envolver en el desprestigio al abogado o al médico por el sólo hecho de su diploma universitario, o desacreditar al comerciante o al industrial por la única circunstancia de su actividad (…)?” La reflexión es tan actual como precisa. Si el descrédito recae sobre todos por los errores de algunos, ¿qué actividad humana quedaría a salvo?
Claro, la política ha sido degradada muchas veces por quienes debían dignificarla. Pero también es cierto ha sido injustamente reducida a caricatura, al punto de que cualquier persona que elige dedicarse a ella debe comenzar su camino dando explicaciones, como si hubiera algo vergonzante en la entrega al servicio público. Esta paradoja se ha intensificado en las últimas décadas, donde el descrédito no ha sido sólo de personas, sino del sistema político mismo.
No hay peor crisis para el sistema, que la que se origina cuando los políticos dejan de sentir que su lugar en la vida pública es una vocación.
Se puede istrar sin alma, pero no se puede gobernar sin propósito. La política ha dejado, para muchos, de ser una misión. Ha pasado a convertirse, ya sea en un empleo bien remunerado, o en un trampolín de vanidades personales. Es, precisamente, esa ausencia de vocación la que explica buena parte del deterioro que viven las instituciones.
La vocación política auténtica se reconoce en el compromiso con el bien común, en la capacidad de escuchar, de dialogar, de renunciar a privilegios por principios y propósitos.
Así lo entendían los antiguos con Platón en La República. Así lo entendió Tomás de Aquino en la Edad Media, cuando sostenía que la autoridad política era legítima solo si buscaba el bien común. Gobernar era visto como un servicio -un ministerium-, no como un privilegio.
El descrédito en la política, en parte por su ausencia de vocación, llamo a otras realidades. Se suplió con tecnocracia y con antipolítica.
En el caso de la tecnocracia, se la vio como si fuera una virtud por sí misma. Pero la competencia técnica sin empatía, sin compromiso con el otro, sin visión del destino colectivo, es insuficiente. Se puede decidir sin conmoverse, pero eso paga un precio al final del camino. Descarnar la política de vocación no puede ser la solución.
Hay quienes creen que basta con saber gestionar. No entienden que, en política, “saber” no es solo saber “cómo”, sino saber “para qué”.
La competencia técnica no es enemiga de la vocación; por el contrario, alcanza su sentido más alto cuando se pone al servicio del bien común. Gobernar bien exige saber cómo hacerlo, pero también saber para qué y para quién se hace.
Por eso, no hay solución en un tecnócrata sin vocación. El técnico sin sentido de lo público podrá istrar presupuestos, pero nunca inspirará destino.
La política, además de eficiencia, debe ser coraje moral, sentido del momento histórico, sensibilidad por el otro.
La apelación al tecnócrata no es algo reciente, viene desde la Sofocracia de Platón. El autor Peter Mair citaba a Alan Blinder, el economista y subdirector de la Reserva Federal en tiempos de Greenspan, quien en 1997 publicó un artículo en la prestigiosa Foreign Affairs -del influyente Consejo de Relaciones internacionales- en el cual se analizaba el proceso de la toma de decisiones del gobierno estadounidense, y allí sentenciaba que ¨era demasiado político¨, por lo cual se promovía como correctivo extender el modelo de independencia de los Bancos Centrales -particularmente el de la Reserva Federal- a otras áreas clave de la política, de manera que fueran los expertos independientes quienes tomaran las decisiones sobre la salud y el bienestar del Estado. Con esta lógica, ¨los políticos¨ debían resignarse a refrendar -como un escribano- lo ya decidido por los ¨sabios¨ y otorgar lo que solo puede provenir de ellos, la legitimidad. Un rol meramente notarial.
Luego, la otra vertiente, para “curar” los males de la política, fue acudir a la antipolítica; a directamente renegar de la política.
Así se favoreció la llegada de nuevos actores que pretenden ingresar lógicas ajenas como ser las meramente economicistas, o bien, lisa y llanamente denigrar a la política como mecanismo integrador. Y como el paradigma político ite ser agredido (no puede rechazar un conflicto, debe integrarlo), estos nuevos actores pueden ingresar para atentar contra el sistema desde el sistema mismo. Hoy la antipolítica grita, destruye, caricaturiza. Se disfraza de sinceridad pero es solo una estruendosa ficción.
Para que la política recupere centralidad y prestigio, debe valorarse la vocación como elemento esencial de la praxis política. Que se entienda a la política como un acto de entrega, de servicio, de construcción de comunidad. Que los hombres y mujeres dirigentes, recuperen la mística del deber. No deben predominar ni los autómatas insensibles ni los cínicos tartufos. Sin vocación no hay política, solo hay trámite. Y las sociedades no se salvan con trámites.