10 de junio 2025 - 10:04hs

Las noticias que llegan desde Estados Unidos en los últimos tiempos conforman una secuencia constante de hechos polémicos, inéditos o espectaculares.

El país parece sumido en un estado de agitación permanente, donde lo impredecible se ha transformado en la única certeza.

Una de las imágenes más impactantes fue la del propio Donald Trump ordenando a la Guardia Nacional —una fuerza militar vinculada al ejército— reprimir manifestaciones de ciudadanos estadounidenses en Los Ángeles, una ciudad símbolo del progresismo y bastión tradicional del Partido Demócrata.

Más noticias

Las protestas, retransmitidas por todo el planeta, se oponían a la aplicación de las políticas migratorias definidas en Washington, aunque bien podrían haber estallado por cualquiera de los múltiples conflictos socioculturales que atraviesan hoy al país.

El gobernador Gavin Newsom, posible presidenciable opositor, es conocido por sus políticas progresistas y favorables a los inmigrantes.

Trump, en una jugada calculada, buscó trasladar el conflicto al “estadio visitante”: que ellos den las explicaciones. Él, mientras tanto, cuenta con un argumento potente: simplemente está cumpliendo lo que prometió en campaña.

Mientras los demócratas lidian con el conflicto en casa, el presidente continúa su fuga hacia adelante: cerrar la pelea con Elon Musk, retomar la iniciativa en la guerra ruso-ucraniana, evitar que la situación en Medio Oriente se descontrole aún más y supervisar las trascendentes reuniones con representantes chinos para definir el rumbo del comercio exterior.

Demasiados frentes abiertos para una sola persona, incluso si representa a la mayor potencia del mundo.

Por eso preocupa especialmente lo que se vio este fin de semana en Los Ángeles: un paisaje más cercano a una distopía cinematográfica que a la imagen de una potencia consolidada que aspira, a su favor, a redefinir las reglas políticas y económicas del orden global.

Reglas viejas para tiempos nuevos

Vivimos en un mundo sin reglas claras. O, más precisamente, con normas que ya no responden a la realidad del escenario internacional actual.

Las reglas que organizaron la convivencia entre Estados y naciones fueron diseñadas después de 1945, con el objetivo principal de evitar una Tercera Guerra Mundial y prevenir que se repitieran horrores como los provocados por el nazismo, que se había escudado en la soberanía estatal —“en mi país hago lo que quiero y nadie tiene derecho a meterse”— para legitimar el genocidio.

En aquel contexto, luego del triunfo de los aliados- el nacionalismo estaba en retroceso y surgía la expectativa de que una asamblea de naciones pudiera regular las relaciones internacionales.

La ONU, y otras instituciones creadas en ese entonces, cumplieron durante bastante tiempo ese papel, especialmente mientras duró la Guerra Fría.

Aunque, para ser precisos, la ONU no está gobernada por una verdadera asamblea global, sino por una suerte de poder ejecutivo: el Consejo de Seguridad, dominado por cinco permanentes con poder de veto —Estados Unidos, Rusia, China, Francia y el Reino Unido—, es decir, los vencedores de la Segunda Guerra Mundial.

Pero con los años, como todo sistema humano, su eficacia se fue debilitando. Las demandas, los intereses y, sobre todo, el grupo de países que ejercen poder global fueron cambiando significativamente desde 1945 hasta hoy.

Eso se refleja con claridad en la falta de acuerdos globales —que, a su manera, sí existieron durante la Guerra Fría— y en la exclusión, dentro del Consejo de Seguridad, de actores clave de distintas regiones del mundo.

El organismo se ha convertido, en gran medida, en un espacio más representativo del orden surgido en la segunda mitad del siglo XX que del mundo actual. De allí su creciente parálisis.

national-guard-deployed-by-president-trump-as-anti-ice-protests-continue-in-los-angeles.jpeg.webp

El mundo cambia demasiado rápido

El mundo cambió más rápido que sus reglas, como suele suceder.

Los genocidios en Ruanda y Yugoslavia fueron alertas tempranas de ese desfase institucional, al igual que el ataque a las Torres Gemelas y la guerra en Irak.

La invasión rusa a Ucrania es apenas una actualización brutal: no solo recuerda que el nivel de locura y violencia no tiene límites, sino que además reintroduce la amenaza latente del uso de armas nucleares y expone los avances tecnológicos en la industria de la muerte.

No es que la segunda mitad del siglo XX haya sido especialmente pacífica. Las reglas —muchas veces imperfectas— lograron, sin embargo, imponer ciertos límites, sostenidas principalmente por la lógica del equilibrio nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Ese mundo, simplemente, ya no existe.

Samuel Huntington señaló que la caída de la Unión Soviética no representó la victoria definitiva del Occidente, sino, quizás, el inicio de su propia decadencia.

Tanto Estados Unidos como la Unión Soviética eran proyectos articulados en torno a ideas: la libertad y la democracia, en un caso; la igualdad y el socialismo, en el otro.

Ninguno se basaba en religiones, identidades étnicas o culturales, sino en ideologías modernas y racionales.

El europeísmo (como proyecto) también siguió ese modelo, apostando por la integración basada en principios comunes que reemplazaron al nacionalismo autodestructivo de la primera mitad del siglo XX.

Ambos, Estados Unidos y Europa, enfrentan la amenaza más profunda desde que Occidente —del que son el motor propulsor— marca el ritmo del mundo contemporáneo. Y esa amenaza no proviene de potencias rivales ni de enemigos externos, sino de su propio interior.

Ambos atraviesan debates internos profundos para responder dos “simples” preguntas: ¿deben seguir proyectando el futuro desde los valores de la democracia liberal? ¿O deben abrazar un mundo de identidades múltiples, sin jerarquías claras ni valores dominantes?

Como advertía Theodore Roosevelt, Estados Unidos podría encaminarse a la ruina si no lograra seguir su camino como una nación unificada, permitiendo en cambio convertirse en una maraña de nacionalidades e identidades enfrentadas.

El europeísmo liberal posterior a la Segunda Guerra Mundial transitaría un camino similar, quizás aún más agobiado por sus impugnadores y en el marco de un recambio demográfico que parece irreversible.

El panorama se agrava porque, ante estos dilemas sin respuesta, tampoco está claro qué pretende construir el mundo occidental si lograra derrotar a sus rivales estratégicos, como China o los actores islámicos radicalizados.

Hasta que no se resuelva la lucha interna dentro de Occidente, no lo sabremos.

Y tampoco está claro si habrá tiempo para esperar ese desenlace.

Mientras tanto, entre lo viejo que muere y lo nuevo que no termina de nacer, la violencia seguirá siendo el signo de estos tiempos.

Temas:

Los Ángeles espejo global Occidente Donald Trump

Seguí leyendo

Más noticias

Te puede interesar

Más noticias de Uruguay

Más noticias de Argentina

Más noticias de Estados Unidos